Se levanta a la 1, 2, 3 de la mañana a revisar si el gato ha regresado a casa. Para las 4 de la mañana el cuerpo le pesa demasiado y ya no se levanta a mirar por la ventana. Ya que por fin ha sonado el despertador y son las 5, prende todas las luces, sale a la calle con alimento para gato en la mano, esperando que aparezca.
Nada.
Se pregunta si tal vez debió revisar también a las 4 y se culpa por no haberlo hecho.
Debió pasar la noche sentada junto a la puerta.
Sabe que ya se le ha hecho muy tarde. Toma un baño muy largo, se depila las piernas, se recuesta en la tina, cierra los ojos y se pregunta por qué los gatos siempre desaparecen de un día para otro.
Sale de la tina y mientras se viste se pregunta por qué si su gato, en 7 años que ha vivido con ella, nunca ha tardado tanto tiempo en regresar a casa, ahora ha amanecido y no hay un solo rastro de él.
Se imagina a sí misma encontrando alimento para gato envenenado en la azotea, imagina que golpea la puerta de sus vecinos con fuerza, y los obliga a comer el veneno.
Llora frente al espejo.
Dan las 6 de la mañana y ella saldrá todavía más tarde de casa.
Piensa que si sale unos minutos más tarde quizá aparezca. Son las 6.15, 6.30, 6.45 y sigue parada en la entrada apretando las Whiskas que se deshacen en sus manos. Ahora tiene 15 minutos para cruzar toda la ciudad y llegar a su destino.
No lo logrará, y mientras conduce se plantea la posibilidad de que alguien le pregunte por qué ha llegado tan tarde; dirá que pasó toda la noche sentada junto a la puerta esperando a que su gato regresara a casa.
No confesará que en realidad durmió de 3 a 5 de la mañana y que quizá pasó algo por alto.
No ha sido su culpa.
O quizá sí.
Sólo quiere que regrese.